Tengo dos recuerdos, últimamente. Uno, lejano y personal; otro, cercano y ajeno, artístico. Pero ambos se relacionan con el trabajo y la lucha, con el pensamiento y la concepción de la vida. El primero, lejano en el tiempo pero mío, refiere a un hombre que conocí hace muchos años, cuando era un muchacho. El hombre, añoso y arrugado como un árbol, tenía más años que el tiempo, guardaba para cada pliegue una anécdota. A mí, que me gustaba la discusión y me gustaba pelear como a cualquier pibe que es curioso, me encantaba charlar con el buen hombre, viejito y corvado, pero de buenas ideas para el debate y mejor gusto para el vino. Así, hablando entre mate y mate de las luchas obreras y los sindicatos (que yo conocía tangencialmente y mal), de paros y revueltas, de cortes y quites y mesas de diálogos y paritarias –supongamos-, el hombre me dijo estas pocas palabras: “mirá, pibe. Acá la cosa la caga Perón. Cuando nosotros estábamos metidos, la cosa era distinta. Muy distinta. Nada de charlar, nada de darle al patrón la posibilidad de convencernos. Nada. Nos aumentaban el tranvía 20 centavos, ¡pum!, bomba. Lo volvían a aumentar, ¡pum!, bomba. A la mierda, no aumentaban. Y el trabajador viajaba barato. Así, pibe, así se hacen las cosas”. Su sangre ácrata, su insurgencia constante, motivaba a cualquiera. Y, ante todo, su constante solidaridad con el trabajador, con el perseguido, con el desposeído, con el maltratado, con el desposeído. El otro recuerdo, cercano, artístico, refiere a la película “Los traidores” de Raimundo Gleyzer, en la cual narran el ascenso y caída de un pope del sindicalismo burocrático y cómo en el final del camino, cuando ya alcanzó su punto cúlmine, lo último que recuerda es el bienestar de sus pares y se amolda a la corrupción del poder, al “bien pensar” de la comunidad. “Éste sí que la hizo”, podría ser el pensamiento de cualquier pelma mediocre, de mente acotada y cegada por el dinero y lo material. “Ése” que la hizo, la hizo sobre la sangre de los hombres que realmente lucharon para conseguir un reconocimiento de la importancia, el valor y el peligro que representan los hombres comunes, obreros, trabajadores. Da asco ver cómo la base se realiza sobre los compañeros y luego, cuando el resorte los expulsa arriba, se desentienden de los que, abajo, sufren. “Es por el bien del sindicato, compañero”. Esa frase es muy común entre quienes responden a los sindicatos tradicionales. El Sindicato, esa familia de extraños y enormes brazos, de tentáculos incontenibles, laberínticos, que se pierden en los oscuros pasillos de los edificios públicos. Esa estructura donde el hombre establece lazos que lo atan, que lo amarran, que lo comprometen. Esa estructura familiar que no permite al individuo ser per se, sino ser lo que deben ser o lo que se les pide que hagan.
¿No resulta, aun para las mentes menos brillantes, una obviedad, un contradicho, siendo sindicato depender de la patronal –en su cuota sindical, en la “legalidad”, en lo que fuera…-? ¿Es un sindicato una secretaría del ministerio de trabajo?. ¿Necesariamente?. Perón la cagó, le decía el viejo a un muchacho. Y sí, en cierto punto, sí. Los prohijó, los acaparó, los anuló. No se puede negar, sensatamente, el valor que ese peronismo dio a los trabajadores y quizás, no hubo otro momento histórico donde los trabajadores tuvieron tantos privilegios y bondades (no los libertarios, no quienes tenían una idea a largo plazo, un concepto por el cual se movían, no a los que pensaban que la historia se construye en la libertad y no en el mandato; pero al trabajador se lo benefició). Sindicato, hoy, es el punto de quiebre donde toda negociación se rompe. Pero los indicios, esos pequeños resquicios de luz que joden, que provocan, que hacen saltar la térmica de los jerarcas, hacen suponer que aún es posible pensar en sindicatos de trabajadores reales. En individuos cuyo altruismo provoque, inevitablemente, el bien común y no el personal y/o patronal. Quizás suene algo utópico y terminen siendo absorbidos por el establishment sindical. Pero siempre pienso en lo que Osvaldo Bayer dice; algo así como que el camino de la utopía es el único camino posible. Exactamente, cito: “… el único futuro posible está en la lucha por lo que se cree imposible, que es nada menos que poner de relieve la bondad del ser humano, que existe. Ponerse a caminar y aprender lo bueno de los revolucionarios y corregir sus equivocaciones. Eso es la utopía. Si logramos dar diez pasos de aproximación a ella, ya justificaremos nuestro viaje por la vida”.
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